Acabamos de escuchar el Evangelio. Hoy nos previene de toda clase de codicia. Pues, “aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes”. Y nos presenta la parábola del “rico insensato”, que concluye señalándonos la verdadera solución: “Así es el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios”. Es oportuna esta lectura en la celebración de la Eucaristía en la que pedimos a Dios el eterno descanso de D. Lucio. Teniendo, no tenía nada. Pudiendo alardear, vivía pobremente. Porque quería que su riqueza fuera solo Dios. Nos ha dado testimonio de desprendimiento.
Y ciertamente, nuestra riqueza debe ser solo Dios. Las cosas se usan, pero solo a Dios se le adora. Cuando cambiamos el escenario nos convertimos en idólatras. Porque las cosas ocupan el lugar de Dios. Es la gramática del don que ha pronunciado Dios al enviarnos a su Hijo Jesús, nacido pobremente en Belén, en una familia pobre de migrantes y obreros. Dios se ha hecho pobre para enriquecernos con su pobreza, otorgándonos la posibilidad de ser ricos en sentido, en valores, en la sabiduría que viene del amor convertido en ceñidor de la verdad consumada. Ricos solo en Dios: esa es nuestra vocación.
Este mensaje nos ofrece la posibilidad de reconocer el incondicional amor de Dios que nos ha amado sin límites ni condiciones y, de esta manera, nos ha enseñado a amar. Conjugación del verbo amar: yo perdono, tú te entregas, el cuida del necesitado, nosotros construimos la comunión, vosotros felicitáis, ellos no hacen daño nunca a nadie. Conjugación del verbo amar.
D. Lucio murió, providencialmente, como él mismo quería morir. Con el alba puesta y con el deseo en el corazón de celebrar la Eucaristía. D. Lucio no era perfecto, tenía defectos, se equivocaba. Pero D. Lucio se confesaba semanalmente. Pedía perdón, que es la forma más grande de manifestar la grandeza de lo humano. Murió sabiendo que se moría y poniendo su vida en las manos de Dios. Yo se lo escuché. Por eso, aunque hoy pedimos que Dios que perdones sus pecados, que reconozca sus buenas obras y le conceda la salvación, no podemos por menos de reconocer también comunitariamente, que era un gigante de la acción pastoral, un corazón apasionado y una inteligencia creativa. Un idealista impenitente que merece, en justicia, el reconocimiento de la comunidad diocesana. Todos los que le conocimos sabemos que quería querer a Dios sobre todas las cosas y que quería amar al prójimo más que a él mismo. Todos los que le conocemos sabemos que D. Lucio quería ser santo, que tenía un corazón mariano y una especial devoción a la Virgen del Rosario. Que Dios le acoja y le resucite en el último día.
Seguimos adelante. Debemos seguir adelante. No nos hemos quedado huérfamos porque tenemos a Dios por padre y a la Virgen por madre. Somos un pueblo acompañado. Seguimos adelante, procurando la comunión entre nosotros y generando espacios de acogida para todas las personas. Seguimos adelante con la inquietud de anunciar el Evangelio a todos nuestros hermanos, especialmente a los más pobres y no atendidos. Seguimos adelante.
No quería terminar sin dejar a D. Lucio hablar un poco. Leo para todos un fragmento de su libro Para ser feliz, crecer como persona en el capítulo primero, donde, en línea con el curso próximo de nuestro Plan Pastoral que se titula Festejar, nos habla de esta realidad como él sabía hacerlo:
«La fiesta es una dimensión de la persona que es un ser en relación. En la fiesta las personas nos expresamos tal y como somos, abriéndonos a nuestros semejantes. La fiesta es un espacio de intercomunicación para compartir la alegría de la vida. Sí, la fiesta es una realidad gozosa que pertenece a la esencia de la persona y que, principalmente, por la fuerza del amor se desarrolla paulatinamente entre éxitos y fracasos.
La fiesta en una sociedad despersonalizada como la nuestra representa un canto a la personalidad y a su interioridad más profunda. La fiesta es un sí a la vida, es la afirmación más genuina de que la vida hay que celebrarla porque es un regalo, un don desde cualquier perspectiva humana o trascendente que se contemple.
La fiesta supone un corazón abierto, expresa fácilmente la solidaridad, desplegando sus capacidades intelectivas, afectivas, religiosas que conducen al encuentro comunitario. La verdadera fiesta no es una evasión ni una despreocupación, sino el reflejo de lo que de alguna manera esperamos, de lo que vendrá al final porque las personas confiamos en que lo bueno será capaz de vencer el mal. En este sentido, la fiesta que se prepara con amor, que se aguarda con ilusión y que se vive con gratuidad, compartiendo y dando lo mejor de cada uno, posee una dimensión escatológica en la que celebramos lo que aún no se da en nosotros en plenitud, pero que a la vez está muy presente.
Por ello, en la fiesta todos somos iguales, no existen prácticamente las clases sociales, se admiten las bromas y las críticas sin que haya enfrentamientos, la comunicación y el diálogo se hacen fáciles y fluidos, la alegría se generaliza y nos convertimos en el personaje que nos agradaría ser siempre, manifestando así el mundo nuevo que cada uno lleva por dentro y que consciente o inconscientemente esperamos.
Sí, la fiesta, nuestra fiesta de cumpleaños, ha sido expresión de nuestro crecimiento personal y preanuncio de la fiesta que no termina.»
Amén
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