ORACIÓN DOMINICAL EN FAMILIA
A causa de la restricción por la pandemia Covid-19 para III domingo de Pascua
III DOMINGO DE PASCUA
26 de abril de 2020
«Lo reconocieron al partir el pan»
En familia preparamos el lugar de la oración: un cirio, un trozo de pan y un po- co de vino y una Biblia abierta en el pasaje de Emaús (Lc 24, 13-35)
Como preparación, contemplando los signos que hemos dispuesto, podemos cantar juntos Quédate con nosotros la tarde está cayendo (J. A. Espinosa): https://www.youtube.com/watch?v=ki9ZHGpW0AI
Guía: En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Todos: Amén.
Guía: Jesucristo resucitado se hace presente verdaderamente entre nosotros; está hoy en esta pequeña comunidad doméstica que es la familia. Lo reconocemos en nosotros mis- mos, en su palabra que alienta e ilumina el momento que estamos viviendo en el mundo y en la Iglesia, en tantas personas que se entregan en ayuda y servicio generoso a favor de los enfermos, de los pobres, de las personas que viven solas.
Guía: Al comenzar la oración de este domingo, recitamos todos juntos este salmo 27 (26) que nos ayuda a acrecentar nuestra confianza en Dios en este momento que esta- mos viviendo.
Otra posibilidad sería recitarlo a dos coros o una estrofa cada miembro de la familia, o convertir la primera frase del salmo («El Señor es mi luz y mi salvación») en responsorio a cada una de las estrofas.
Todos:
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?
Cuando me asaltan los malvados para devorar mi carne,
ellos, enemigos y adversarios, tropiezan y caen.
Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla;
si me declaran la guerra, me siento tranquilo.
Una cosa pido al Señor, eso buscaré:
habitar en la casa del Señor por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
Él me protegerá en su tienda el día del peligro;
me esconderá en lo escondido de su morada, me alzará sobre la roca.
Y así levantaré la cabeza
sobre el enemigo que me cerca; en su tienda sacrificaré sacrificios de aclamación:
cantaré y tocaré para el Señor.
Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor.
No me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación.
Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá.
Señor, enséñame tu camino, guíame por la senda llana, porque tengo enemigos.
No me entregues a la saña de mi adversario,
porque se levantan contra mí testigos falsos, que respiran violencia.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.
Guía: Escuchemos ahora con fe la Palabra de Dios que nos muestra una de las aparicio- nes de Cristo resucitado con dos de sus discípulos.
Lector: Del Evangelio según san Lucas (24, 13-35)
Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discu- tían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran ca- paces de reconocerlo.
Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás,
le respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?».
Él les dijo: «¿Qué?».
Ellos le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacer- dotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros espe- rábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobre- saltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron co- mo habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron».
Entonces él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los pro- fetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pro- nunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo re- conocieron. Pero él desapareció de su vista.
Y se dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resuci- tado el Señor y se ha aparecido a Simón».
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían recono- cido al partir el pan.
Palabra del Señor.
Todos: Gloria a ti, Señor Jesús.
Después de leer el evangelio se hace un tiempo de silencio. Según las circuns- tancias, el padre o la madre pueden explicar el evangelio a los hijos a modo de cate- quesis, especialmente si hay niños pequeños, o bien cada miembro de la familia puede expresar libremente en voz alta lo que más le ha llamado la atención de la lectura.
Padre o madre (sugerencia de catequesis)
Este texto describe el nacimiento a la fe y a la misión de los dos de Emaús: se les abrieron los ojos, lo reconocieron al partir el pan, y volvieron a contar a sus com- pañeros la buena noticia. Caminaron con Jesús, pero su mirada distraída y super- ficial no supo ver el misterio profundo que habitaba en su vida. Tú y yo sabemos el credo de memoria, vamos a misa… pero ¿comprendemos a Jesús y tenemos expe- riencia de su compañía?
ü Al atardecer Jesús se aparece a los dos de Emaús. Huyen, están decepcionados por la muerte de Jesús, su vida está oscura. Nosotros estamos viviendo en este momen- to tiempos difíciles: el dolor que provoca la pandemia y el cansancio del confina- miento pueden producir en nosotros también desencanto. En esta situación, pode- mos ver cuestionada la fe en Jesús Resucitado: ¿Por qué esta sombra en la vida de las personas? ¿Hemos experimentado el cansancio, la decepción? ¿No necesitare- mos también nosotros ser encontrados por Jesús para recuperar la esperanza y el sentido?
ü Los discípulos escuchan a Jesús que les explica las Escrituras y al escucharlo «ar- de su corazón», y lo reconocen «al partir el pan». Llevamos tiempo sin participar comunitariamente en la mesa de la Eucaristía, ¿Echamos de menos este encuentro comunitario con Jesús? ¿Soy consciente de que quién lo escucha y comparte su pan encuentra un proyecto de felicidad? ¿Descubro en los acontecimientos que estamos viviendo ahora la presencia del Señor que camina con nosotros? ¿Será verdad lo que dice el Papa Francisco «con Jesús siempre nace y renace la alegría» (EG 1)?
También se puede leer personalmente o en voz alta la siguiente meditación:
Lector:
La fe pascual tiene su origen en la acción de la gracia divina en los corazones de los creyentes y en la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado (cf. Catecis- mo 644). Es el Señor quien se acerca a los discípulos que se dirigían a Emaús, se pone a caminar con ellos y, finalmente, despierta su fe (cf. Lc 24,13-35).
No había bastado con ver morir a Jesús para creer en él como Mesías e Hijo de Dios. Es verdad que se había mostrado como «un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo», pero esa esperanza parecía quedar definitivamente de- fraudada por la muerte. «¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos», comenta Benedicto XVI.
La Resurrección es la prueba segura que demuestra la identidad y la misión de Jesús. Sí, él es el Hijo de Dios, vencedor de la muerte. Él es el Salvador del mundo, que puede darnos la vida verdadera. Es esta certeza la que mueve el testimonio de la Iglesia desde sus orígenes: «matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos», proclama San Pedro (cf. Hch 3,15).
El Señor escucha a los caminantes de Emaús que, decepcionados, no acaban de creer los rumores que hablaban de que Cristo estaba vivo, pues su sepulcro había sido encontrado vacío. Con gran paciencia, el Señor «les explicó lo que se refería a él en to- da la Escritura». La Resurrección es el cumplimiento de las promesas del Antiguo Tes- tamento, la realización de esas predicciones.
Pero será el gesto de partir el pan lo que abra los ojos de estos discípulos para así reconocer a Jesús. San Agustín comenta que «cuando se participa de su Cuerpo desa- parece el obstáculo que opone el enemigo para que no se pueda conocer a Jesucristo». La Eucaristía –aunque no podamos participar plenamente en ella en estos días de confi- namiento –es la verdadera escuela que nos permite adentrarnos en el conocimiento del Resucitado, en la comunión con él.
El encuentro con el Señor transforma completamente a aquellos discípulos: «le- vantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros». La fe en el Resucitado les empuja hacia la Iglesia y los lleva al testimonio. Como afirma el papa Benedicto: «En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos».
Nosotros, a diferencia de los caminantes de Emaús, no hemos visto a Jesús Re- sucitado. Nuestra fe se fundamenta en el testimonio de quienes sí lo vieron. Pero, al igual que los de Emaús, podemos encontrarnos cada domingo, incluso cada día, con el Señor. Él viene también a nuestro encuentro, enciende nuestro corazón con el fuego de su palabra y parte para nosotros el pan de la Eucaristía, anhelado en la comunión espiri- tual.
El Señor nos dice que «quien coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51). Cristo nos alimenta uniéndonos a él, haciéndonos partícipes, ya aquí en la tierra, de su vida gloriosa. Cada vez que se celebra la Santa Misa, decía San Ignacio de Antioquía,
«partimos un mismo pan […] que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre».
(Comentario de D. Guillermo Juan Morado, pbro.) Guía: Oremos al Señor, nuestro Dios. En él ponemos nuestra esperanza.
Todos: R. Te rogamos, óyenos.
Lector:
– Por la Iglesia, para que, caminando al paso de la humanidad, sepa llevar a todos la esperanza gozosa de la resurrección en Cristo. Roguemos al Señor.
– Por los que viven sin fe, los que caminan sin esperanza, decepcionados, como los dos de Emaús, para que el Señor Jesús camine junto a ellos, abra sus ojos y encienda sus corazones. Roguemos al Señor.
– Por todos los afectados más directamente en la crisis que estamos sufriendo, pa- ra que el Señor acoja en su Reino a los fallecidos y consuele a sus familiares, fortalezca a los enfermos y proteja a los que el posible contagio pueda agravar especialmente su salud. Roguemos al Señor.
– Por los jóvenes, para que respondan con generosidad a la llamada de servir a la Iglesia desde el ministerio sacerdotal, presidiendo la celebración de la Eucaristía que hace presente al Señor entre nosotros. Roguemos al Señor.
– Por nosotros, reunidos en familia como Iglesia doméstica, para que seamos ca- paces de reconocer a Cristo en el prójimo que camina a nuestro lado, en la sa- grada Escritura y en la comida eucarística, al partir el pan. Roguemos al Señor.
Guía: Llenos de confianza en Cristo resucitado, que acompaña nuestro caminar de cada día, oremos juntos como él mismo nos ha enseñado.
Todos: Padre nuestro…
Guía: Ahora aclamamos a Cristo, que es nuestra fortaleza, y démosle gracias: Tú sales a nuestro encuentro en el caminar de la vida:
Todos: Te damos gracias, Señor.
Guía: Tú nos iluminas con la Palabra de las Sagradas Escrituras: Todos: Te damos gracias, Señor.
Guía: Tú nos reúnes en comunidad en torno a ti, presente entre nosotros: Todos: Te damos gracias, Señor.
Guía: Concluimos nuestra oración haciendo nuestra la oración del papa Francisco, pi- diendo el fin de la pandemia y la fortaleza del Espíritu:
Oh, María,
tú resplandeces siempre en nuestro camino como un signo de salvación y esperanza.
A ti nos encomendamos, Salud de los enfermos,
que al pie de la cruz fuiste asociada al dolor de Jesús, manteniendo firme tu fe.
Tú, Salvación del pueblo, sabes lo que necesitamos
y estamos seguros de que lo concederás para que, como en Caná de Galilea, vuelvan la alegría y la fiesta después de esta prueba.
Ayúdanos, Madre del Divino Amor,
a conformarnos a la voluntad del Padre y hacer lo que Jesús nos dirá,
él que tomó nuestro sufrimiento sobre sí mismo y se cargó de nuestros dolores
para guiarnos a través de la cruz, a la alegría de la resurrección.
Bajo tu protección nos acogemos, santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades;
antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh, Virgen gloriosa y bendita.
A causa de la restricción por la pandemia Covid-19 para III domingo de Pascua
III DOMINGO DE PASCUA
26 de abril de 2020
«Lo reconocieron al partir el pan»
En familia preparamos el lugar de la oración: un cirio, un trozo de pan y un po- co de vino y una Biblia abierta en el pasaje de Emaús (Lc 24, 13-35)
Como preparación, contemplando los signos que hemos dispuesto, podemos cantar juntos Quédate con nosotros la tarde está cayendo (J. A. Espinosa): https://www.youtube.com/watch?v=ki9ZHGpW0AI
Guía: En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Todos: Amén.
Guía: Jesucristo resucitado se hace presente verdaderamente entre nosotros; está hoy en esta pequeña comunidad doméstica que es la familia. Lo reconocemos en nosotros mis- mos, en su palabra que alienta e ilumina el momento que estamos viviendo en el mundo y en la Iglesia, en tantas personas que se entregan en ayuda y servicio generoso a favor de los enfermos, de los pobres, de las personas que viven solas.
Guía: Al comenzar la oración de este domingo, recitamos todos juntos este salmo 27 (26) que nos ayuda a acrecentar nuestra confianza en Dios en este momento que esta- mos viviendo.
Otra posibilidad sería recitarlo a dos coros o una estrofa cada miembro de la familia, o convertir la primera frase del salmo («El Señor es mi luz y mi salvación») en responsorio a cada una de las estrofas.
Todos:
El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?
Cuando me asaltan los malvados para devorar mi carne,
ellos, enemigos y adversarios, tropiezan y caen.
Si un ejército acampa contra mí, mi corazón no tiembla;
si me declaran la guerra, me siento tranquilo.
Una cosa pido al Señor, eso buscaré:
habitar en la casa del Señor por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo.
Él me protegerá en su tienda el día del peligro;
me esconderá en lo escondido de su morada, me alzará sobre la roca.
Y así levantaré la cabeza
sobre el enemigo que me cerca; en su tienda sacrificaré sacrificios de aclamación:
cantaré y tocaré para el Señor.
Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón:
«Buscad mi rostro».
Tu rostro buscaré, Señor.
No me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo, que tú eres mi auxilio;
no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación.
Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me recogerá.
Señor, enséñame tu camino, guíame por la senda llana, porque tengo enemigos.
No me entregues a la saña de mi adversario,
porque se levantan contra mí testigos falsos, que respiran violencia.
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.
Guía: Escuchemos ahora con fe la Palabra de Dios que nos muestra una de las aparicio- nes de Cristo resucitado con dos de sus discípulos.
Lector: Del Evangelio según san Lucas (24, 13-35)
Aquel mismo día (el primero de la semana), dos de los discípulos de Jesús iban caminando a una aldea llamada Emaús, distante de Jerusalén unos sesenta estadios; iban conversando entre ellos de todo lo que había sucedido. Mientras conversaban y discu- tían, Jesús en persona se acercó y se puso a caminar con ellos. Pero sus ojos no eran ca- paces de reconocerlo.
Él les dijo: «¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino?». Ellos se detuvieron con aire entristecido. Y uno de ellos, que se llamaba Cleofás,
le respondió: «¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabes lo que ha pasado allí estos días?».
Él les dijo: «¿Qué?».
Ellos le contestaron: «Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras, ante Dios y ante todo el pueblo; cómo lo entregaron los sumos sacer- dotes y nuestros jefes para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron. Nosotros espe- rábamos que él iba a liberar a Israel, pero, con todo esto, ya estamos en el tercer día desde que esto sucedió. Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobre- saltado, pues habiendo ido muy de mañana al sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo. Algunos de los nuestros fueron también al sepulcro y lo encontraron co- mo habían dicho las mujeres; pero a él no lo vieron».
Entonces él les dijo: «¡Qué necios y torpes sois para creer lo que dijeron los pro- fetas! ¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?».
Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras.
Llegaron cerca de la aldea adonde iban y él simuló que iba a seguir caminando; pero ellos lo apremiaron, diciendo: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída».
Y entró para quedarse con ellos. Sentado a la mesa con ellos, tomó el pan, pro- nunció la bendición, lo partió y se lo iba dando. A ellos se les abrieron los ojos y lo re- conocieron. Pero él desapareció de su vista.
Y se dijeron el uno al otro: «¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?».
Y, levantándose en aquel momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros, que estaban diciendo: «Era verdad, ha resuci- tado el Señor y se ha aparecido a Simón».
Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían recono- cido al partir el pan.
Palabra del Señor.
Todos: Gloria a ti, Señor Jesús.
Después de leer el evangelio se hace un tiempo de silencio. Según las circuns- tancias, el padre o la madre pueden explicar el evangelio a los hijos a modo de cate- quesis, especialmente si hay niños pequeños, o bien cada miembro de la familia puede expresar libremente en voz alta lo que más le ha llamado la atención de la lectura.
Padre o madre (sugerencia de catequesis)
Este texto describe el nacimiento a la fe y a la misión de los dos de Emaús: se les abrieron los ojos, lo reconocieron al partir el pan, y volvieron a contar a sus com- pañeros la buena noticia. Caminaron con Jesús, pero su mirada distraída y super- ficial no supo ver el misterio profundo que habitaba en su vida. Tú y yo sabemos el credo de memoria, vamos a misa… pero ¿comprendemos a Jesús y tenemos expe- riencia de su compañía?
ü Al atardecer Jesús se aparece a los dos de Emaús. Huyen, están decepcionados por la muerte de Jesús, su vida está oscura. Nosotros estamos viviendo en este momen- to tiempos difíciles: el dolor que provoca la pandemia y el cansancio del confina- miento pueden producir en nosotros también desencanto. En esta situación, pode- mos ver cuestionada la fe en Jesús Resucitado: ¿Por qué esta sombra en la vida de las personas? ¿Hemos experimentado el cansancio, la decepción? ¿No necesitare- mos también nosotros ser encontrados por Jesús para recuperar la esperanza y el sentido?
ü Los discípulos escuchan a Jesús que les explica las Escrituras y al escucharlo «ar- de su corazón», y lo reconocen «al partir el pan». Llevamos tiempo sin participar comunitariamente en la mesa de la Eucaristía, ¿Echamos de menos este encuentro comunitario con Jesús? ¿Soy consciente de que quién lo escucha y comparte su pan encuentra un proyecto de felicidad? ¿Descubro en los acontecimientos que estamos viviendo ahora la presencia del Señor que camina con nosotros? ¿Será verdad lo que dice el Papa Francisco «con Jesús siempre nace y renace la alegría» (EG 1)?
También se puede leer personalmente o en voz alta la siguiente meditación:
Lector:
La fe pascual tiene su origen en la acción de la gracia divina en los corazones de los creyentes y en la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado (cf. Catecis- mo 644). Es el Señor quien se acerca a los discípulos que se dirigían a Emaús, se pone a caminar con ellos y, finalmente, despierta su fe (cf. Lc 24,13-35).
No había bastado con ver morir a Jesús para creer en él como Mesías e Hijo de Dios. Es verdad que se había mostrado como «un profeta poderoso en obras y palabras ante Dios y ante todo el pueblo», pero esa esperanza parecía quedar definitivamente de- fraudada por la muerte. «¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos», comenta Benedicto XVI.
La Resurrección es la prueba segura que demuestra la identidad y la misión de Jesús. Sí, él es el Hijo de Dios, vencedor de la muerte. Él es el Salvador del mundo, que puede darnos la vida verdadera. Es esta certeza la que mueve el testimonio de la Iglesia desde sus orígenes: «matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos y nosotros somos testigos», proclama San Pedro (cf. Hch 3,15).
El Señor escucha a los caminantes de Emaús que, decepcionados, no acaban de creer los rumores que hablaban de que Cristo estaba vivo, pues su sepulcro había sido encontrado vacío. Con gran paciencia, el Señor «les explicó lo que se refería a él en to- da la Escritura». La Resurrección es el cumplimiento de las promesas del Antiguo Tes- tamento, la realización de esas predicciones.
Pero será el gesto de partir el pan lo que abra los ojos de estos discípulos para así reconocer a Jesús. San Agustín comenta que «cuando se participa de su Cuerpo desa- parece el obstáculo que opone el enemigo para que no se pueda conocer a Jesucristo». La Eucaristía –aunque no podamos participar plenamente en ella en estos días de confi- namiento –es la verdadera escuela que nos permite adentrarnos en el conocimiento del Resucitado, en la comunión con él.
El encuentro con el Señor transforma completamente a aquellos discípulos: «le- vantándose al momento, se volvieron a Jerusalén, donde encontraron reunidos a los Once con sus compañeros». La fe en el Resucitado les empuja hacia la Iglesia y los lleva al testimonio. Como afirma el papa Benedicto: «En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos».
Nosotros, a diferencia de los caminantes de Emaús, no hemos visto a Jesús Re- sucitado. Nuestra fe se fundamenta en el testimonio de quienes sí lo vieron. Pero, al igual que los de Emaús, podemos encontrarnos cada domingo, incluso cada día, con el Señor. Él viene también a nuestro encuentro, enciende nuestro corazón con el fuego de su palabra y parte para nosotros el pan de la Eucaristía, anhelado en la comunión espiri- tual.
El Señor nos dice que «quien coma de este pan vivirá para siempre» (Jn 6,51). Cristo nos alimenta uniéndonos a él, haciéndonos partícipes, ya aquí en la tierra, de su vida gloriosa. Cada vez que se celebra la Santa Misa, decía San Ignacio de Antioquía,
«partimos un mismo pan […] que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre».
(Comentario de D. Guillermo Juan Morado, pbro.) Guía: Oremos al Señor, nuestro Dios. En él ponemos nuestra esperanza.
Todos: R. Te rogamos, óyenos.
Lector:
– Por la Iglesia, para que, caminando al paso de la humanidad, sepa llevar a todos la esperanza gozosa de la resurrección en Cristo. Roguemos al Señor.
– Por los que viven sin fe, los que caminan sin esperanza, decepcionados, como los dos de Emaús, para que el Señor Jesús camine junto a ellos, abra sus ojos y encienda sus corazones. Roguemos al Señor.
– Por todos los afectados más directamente en la crisis que estamos sufriendo, pa- ra que el Señor acoja en su Reino a los fallecidos y consuele a sus familiares, fortalezca a los enfermos y proteja a los que el posible contagio pueda agravar especialmente su salud. Roguemos al Señor.
– Por los jóvenes, para que respondan con generosidad a la llamada de servir a la Iglesia desde el ministerio sacerdotal, presidiendo la celebración de la Eucaristía que hace presente al Señor entre nosotros. Roguemos al Señor.
– Por nosotros, reunidos en familia como Iglesia doméstica, para que seamos ca- paces de reconocer a Cristo en el prójimo que camina a nuestro lado, en la sa- grada Escritura y en la comida eucarística, al partir el pan. Roguemos al Señor.
Guía: Llenos de confianza en Cristo resucitado, que acompaña nuestro caminar de cada día, oremos juntos como él mismo nos ha enseñado.
Todos: Padre nuestro…
Guía: Ahora aclamamos a Cristo, que es nuestra fortaleza, y démosle gracias: Tú sales a nuestro encuentro en el caminar de la vida:
Todos: Te damos gracias, Señor.
Guía: Tú nos iluminas con la Palabra de las Sagradas Escrituras: Todos: Te damos gracias, Señor.
Guía: Tú nos reúnes en comunidad en torno a ti, presente entre nosotros: Todos: Te damos gracias, Señor.
Guía: Concluimos nuestra oración haciendo nuestra la oración del papa Francisco, pi- diendo el fin de la pandemia y la fortaleza del Espíritu:
Oh, María,
tú resplandeces siempre en nuestro camino como un signo de salvación y esperanza.
A ti nos encomendamos, Salud de los enfermos,
que al pie de la cruz fuiste asociada al dolor de Jesús, manteniendo firme tu fe.
Tú, Salvación del pueblo, sabes lo que necesitamos
y estamos seguros de que lo concederás para que, como en Caná de Galilea, vuelvan la alegría y la fiesta después de esta prueba.
Ayúdanos, Madre del Divino Amor,
a conformarnos a la voluntad del Padre y hacer lo que Jesús nos dirá,
él que tomó nuestro sufrimiento sobre sí mismo y se cargó de nuestros dolores
para guiarnos a través de la cruz, a la alegría de la resurrección.
Bajo tu protección nos acogemos, santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas que te dirigimos en nuestras necesidades;
antes bien, líbranos siempre de todo peligro, oh, Virgen gloriosa y bendita.
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