La escena que nos presenta el Evangelio de este domingo no puede ser más hermosa: ¡Jesús sale de casa a enseñar! Y se reúne tanta gente, que tiene que subirse a una barca y, ¡desde la barca, sentado, les habla! El texto evangélico dice que “les habló mucho rato en parábolas”, es decir, en comparaciones sencillas, que todo el mundo entiende y, al mismo tiempo, ¡qué misterio!, en las que “los sabios y entendidos” tropiezan porque “miran sin ver y escuchan sin oír ni entender”; el Señor, interpretando al profeta Isaías, les explica el por qué, y es terrible: “porque está embotado el corazón de este pueblo, son duros de oído, han cerrado los ojos; para no ver con los ojos ni oír con los oídos, ni entender con el corazón, ni convertirse para que yo los cure. Pero bienaventurados vuestros ojos porque ven y vuestros oídos por que oyen. En verdad os digo que muchos profetas y justos desearon ver lo que veis y no lo vieron, y oír lo que oís y no lo oyeron”
Estos domingos el Evangelio de Mateo nos va presentando las “parábolas del Reino”, que suelen comenzar diciendo: “El Reino de los cielos se parece a…” La parábola de este domingo es la de El Sembrador. ¡Un texto verdaderamente hermoso!: ¡Un agricultor sale a sembrar…! y, al echar la semilla, cae en diversos tipos de terreno: al borde del camino, en terreno pedregoso, entre zarzas y en tierra buena. Y, como diversa es la tierra, diverso es también el resultado de la siembra, la cosecha. La parábola va dirigida a los que escuchan la Palabra; de los que no escuchan, de los alejados, que diríamos hoy, no dice nada Jesucristo en esta ocasión. La parábola va para nosotros, para los cristianos más o menos practicantes, los que oyen y leen su Palabra, para “los que vamos a Misa”.
A la luz de esta parábola hay que reflexionar seria y detenidamente sobre esta cuestión fundamental: ¿Qué clase de tierra soy yo? Tendríamos que preguntarnos, en concreto: “¿En qué clase de terreno está cayendo la Palabra de Dios en mi vida?, porque noto que estoy siempre igual, que mi vida espiritual no da un paso adelante, o que no avanza todo lo que debe…” “¿Será que yo soy “borde del camino?” No se entiende la Palabra y el Maligno roba lo sembrado en el corazón. ¿Será que yo soy “terreno pedregoso”? La Palabra se escucha y se acepta con alegría, pero no queda bien “enraizada”, no hay constancia, y, en cuanto llega una dificultad o “persecución por la Palabra”, sucumbe. ¿Será que yo soy “tierra de zarzas”? La Palabra de Dios se escucha, pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas, la ahogan y se queda estéril. ¿O seré, por ventura, tierra buena, donde la Palabra se entiende y da fruto? ¿Tendré esa dicha, aunque, tal vez no me doy cuenta? ¿Y cuánto fruto doy yo? ¿Será el ciento por uno? ¿O será, más bien, el sesenta o el treinta?
Estudiar este asunto es algo importantísimo. De aquí depende todo lo demás. ¡Esto es como la función del estómago en el cuerpo humano! Si yo me alimento bien, ¿por qué tengo anemia? ¿Qué le pasará a mi estómago para que mi organismo dé ese resultado? Y empiezan a investigar los médicos hasta que dan con el resultado y vuelve la salud, porque la alimentación es recibida por un estómago sano.
Y no olvidemos que el agricultor es paciente, pero también muy exigente. Tiene que garantizar los recursos que necesita para él y para su familia. Y, cuando no lo consigue, deja la agricultura y se dedica a otro trabajo más rentable y más seguro. Ya nos advierte el Señor: “Yo soy la vid y mi Padre es el viñador; a todo sarmiento mío que no da fruto, lo arranca y a todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto”. (Jn 15, 1-2). ¡Que dé más fruto! ¡Ese es el anhelo de todo agricultor! Y, en este caso, el agricultor, el sembrador, es Cristo.
¿Y si veo que soy tierra muy mala, en la que la simiente no produce ni siquiera el treinta por uno, qué tengo que hacer? Muy sencillo: ¡Cambiar la tierra!, ¡renovar la tierra! Los agricultores lo saben hacer muy bien: van enriqueciendo la tierra, van echando un poco de tierra nueva y abono, y va cambiando el terreno… ¡Y comienza a dar fruto la simiente! ¡Algo así habría que hacer en nuestra vida espiritual! No olvidemos que la semilla, la Palabra de Dios, tiene una energía y una capacidad enorme, como nos recuerda la primera lectura. Lo demás es cosa de la tierra. Es lo que dice el canto: “No es culpa del sembrador, ni es culpa de la semilla, la culpa estaba en el hombre, y en como la recibía”. Por eso, siempre es posible que se realice en nosotros lo que proclamamos hoy en el salmo responsorial: “La semilla cayó en tierra buena y dio fruto”.
Estos domingos el Evangelio de Mateo nos va presentando las “parábolas del Reino”, que suelen comenzar diciendo: “El Reino de los cielos se parece a…” La parábola de este domingo es la de El Sembrador. ¡Un texto verdaderamente hermoso!: ¡Un agricultor sale a sembrar…! y, al echar la semilla, cae en diversos tipos de terreno: al borde del camino, en terreno pedregoso, entre zarzas y en tierra buena. Y, como diversa es la tierra, diverso es también el resultado de la siembra, la cosecha. La parábola va dirigida a los que escuchan la Palabra; de los que no escuchan, de los alejados, que diríamos hoy, no dice nada Jesucristo en esta ocasión. La parábola va para nosotros, para los cristianos más o menos practicantes, los que oyen y leen su Palabra, para “los que vamos a Misa”.
A la luz de esta parábola hay que reflexionar seria y detenidamente sobre esta cuestión fundamental: ¿Qué clase de tierra soy yo? Tendríamos que preguntarnos, en concreto: “¿En qué clase de terreno está cayendo la Palabra de Dios en mi vida?, porque noto que estoy siempre igual, que mi vida espiritual no da un paso adelante, o que no avanza todo lo que debe…” “¿Será que yo soy “borde del camino?” No se entiende la Palabra y el Maligno roba lo sembrado en el corazón. ¿Será que yo soy “terreno pedregoso”? La Palabra se escucha y se acepta con alegría, pero no queda bien “enraizada”, no hay constancia, y, en cuanto llega una dificultad o “persecución por la Palabra”, sucumbe. ¿Será que yo soy “tierra de zarzas”? La Palabra de Dios se escucha, pero los afanes de la vida y la seducción de las riquezas, la ahogan y se queda estéril. ¿O seré, por ventura, tierra buena, donde la Palabra se entiende y da fruto? ¿Tendré esa dicha, aunque, tal vez no me doy cuenta? ¿Y cuánto fruto doy yo? ¿Será el ciento por uno? ¿O será, más bien, el sesenta o el treinta?
Estudiar este asunto es algo importantísimo. De aquí depende todo lo demás. ¡Esto es como la función del estómago en el cuerpo humano! Si yo me alimento bien, ¿por qué tengo anemia? ¿Qué le pasará a mi estómago para que mi organismo dé ese resultado? Y empiezan a investigar los médicos hasta que dan con el resultado y vuelve la salud, porque la alimentación es recibida por un estómago sano.
Y no olvidemos que el agricultor es paciente, pero también muy exigente. Tiene que garantizar los recursos que necesita para él y para su familia. Y, cuando no lo consigue, deja la agricultura y se dedica a otro trabajo más rentable y más seguro. Ya nos advierte el Señor: “Yo soy la vid y mi Padre es el viñador; a todo sarmiento mío que no da fruto, lo arranca y a todo el que da fruto, lo poda para que dé más fruto”. (Jn 15, 1-2). ¡Que dé más fruto! ¡Ese es el anhelo de todo agricultor! Y, en este caso, el agricultor, el sembrador, es Cristo.
¿Y si veo que soy tierra muy mala, en la que la simiente no produce ni siquiera el treinta por uno, qué tengo que hacer? Muy sencillo: ¡Cambiar la tierra!, ¡renovar la tierra! Los agricultores lo saben hacer muy bien: van enriqueciendo la tierra, van echando un poco de tierra nueva y abono, y va cambiando el terreno… ¡Y comienza a dar fruto la simiente! ¡Algo así habría que hacer en nuestra vida espiritual! No olvidemos que la semilla, la Palabra de Dios, tiene una energía y una capacidad enorme, como nos recuerda la primera lectura. Lo demás es cosa de la tierra. Es lo que dice el canto: “No es culpa del sembrador, ni es culpa de la semilla, la culpa estaba en el hombre, y en como la recibía”. Por eso, siempre es posible que se realice en nosotros lo que proclamamos hoy en el salmo responsorial: “La semilla cayó en tierra buena y dio fruto”.
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